Durante
varios años, Verónica me había escrito una carta mensual. No diré que yo las
olvidara, pero tal vez se hubieran quedado escondidas en el tedio del pasado de
no sobrevenir la obligación de mi mudanza.
Estuve
tres días vaciando roperos y armarios y de uno de éstos se desprendió una
maleta que no tenía candado y en consecuencia se abrió al tocar el suelo. Y
allí estaba el atado con las cartas que Verónica mandaba regularmente a mi
casilla de correo. Quizá yo estaba cansado con tanta calistenia de traslado,
pero al mismo tiempo me picó la curiosidad y me vinieron ganas de releer
aquellas cartas de ayer y de anteayer. Aquí transcribo algunas:
Hola
Martín: Aquí estoy en la terraza, sola, frente a la costa. No hay viento, el
mar está quieto. Una confesión: la soledad ha dejado de herirme. Mejor aún: me
permite revisar, casi diría descifrar, mi pasado sin gracia. En un platillo de
la balanza coloco mis odios; en el otro, mis amores. Y he llegado a la
conclusión de que las cicatrices enseñan; las caricias, también.
Ya
hace dos meses que se fueron mi madre y mi hermana. Me gustó tenerlas conmigo,
pero también sentí cierto alivio cuando me dijeron hasta pronto. Con mi hermana
me llevo bastante bien. Pensamos diferente en muchos tópicos (ideología,
política, cultura, y hasta deportes) pero por lo general evitamos los temas
conflictivos. Lo esencial es el afecto y éste permanece. Mi madre, en cambio,
es muy tozuda, y eso dificulta la relación, ya que es incómodo ser sincera con
ella. Cuando puedas y quieras, ponme unas líneas.
Martín:
Bueno, las vacaciones se terminaron y en estos días padezco eso que los nuevos
psicólogos han bautizado como el trauma posvacacional. Por suerte, sé que no me
dura mucho. La avalancha de trabajo barre con todas las melancolías.
Creo
que no llegaste a conocer a mi jefe actual. Buena persona, pero más braguetero
que Juan Tenorio. Las subordinadas tienen que andar con todas las alarmas
encendidas, porque al menor descuido les toca el culo. Hay que reconocer que
nunca va más allá de un acoso tan discreto. Al parecer, le alcanza con dejar
esa constancia ambiental, algo que entre otras cosas le sirve al personal
masculino para burlarse de las muchachas.
En
mi caso particular, y en vista de que he alcanzado los cuarenta, mis nalgas ya
están fuera de campeonato. Curiosamente, tal abandono me produce una doble
sensación: una, por supuesto, de alivio, y otra, de cierta frustración, como si
de pronto me hubieran jubilado del escrúpulo erótico y la lujuria abstracta.
¿Tú qué opinas? ¿También te jubilaste?
Hola
Martín: El invierno siempre tuvo para mí un lado cavernoso, fantasmal, como si
los vientos helados trajeran consigo las malas noticias y las lluvias
implacables nos hicieran olvidar cómo era el sol. Abrigos no me faltan, pero
debajo del sobretodo, la zamarra o los ponchos, sé que mi piel tirita y que un
cierto destemple se me instala en el alma.
Este
invierno, sin embargo, me llegó con otro ritmo. ¿Te acordás de Eusebio? ¿Aquel
alto, de pelo revuelto, más bien parco, lector empedernido, que se complacía en
rectificar al profesor de Historia? Bueno, me caso con él. La historia es más
sencilla de lo que te imaginas, casi te diría que más sencilla de lo que yo
misma podía haberla imaginado.
Una
mañana se apareció en la oficina, no precisamente para hablar conmigo (ni
siquiera sabía que yo trabajaba allí) sino con mi jefe querendón, pero como
éste asistía a una reunión del Directorio que le iba a llevar varias horas,
Eusebio me sugirió que nos fuéramos a almorzar, y de paso celebrar nuestro reencuentro.
Íbamos
por la mitad del almuerzo cuando por fin nuestras miradas se encontraron. Y de
pronto estuvo todo dicho. Tuvo la delicadeza de no llevarme a un hotel sino a
su departamento de soltero. A mí, otra soltera. Aquí va la invitación. Ya sé que
no podrás venir. El próximo viernes nos vamos a Río. No está mal, ¿verdad?
Martín:
La última vez que te escribí (¿cuánto hace?, ¿dos años?) estaba dando el último
toque a mi soltería. Ahora te escribo desde mi viudez recién inaugurada.
Eusebio murió en un accidente carretero. Por favor, no me envíes ningún pésame.
No corresponde. Iba con otra. La hija del gerente, su último amor, que también
murió. Las dos noticias me llegaron juntas. Bah.
Hola
Martín: Sólo para avisarte que no habrá más cartas. Gracias por los años y el
vacío de tus silencios. Si alguna vez me hubieras contestado, te habría mandado
un fax con dos o tres hurras. Pero no me contestaste. Paciencia. No sé si esto
se acaba o si me acabo yo. Como avisan en el casino: No va más. Bien sabes que
soy atea y que este mutis no servirá para evangelizarme.