Ana Carrasco-Conde. La muerte en común. Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2024. Edición Electrónica.
“La
muerte nos convierte en niños desconsolados,
desubicados,
desconcertados.
Que
cantan en una ciudad sin muros
dentro
de una prisión
palabras
de consuelo ante lo irremediable.
Como
quien derrama el dolor en el interior
de un
poema
su
contorno es el vaso que llenamos
la
caja negra que construimos tras el golpe
en
nosotros.
Y
allí por donde vamos un océano interior nos encuentra
y en ese encuentro se abre una ausencia
común.
Resonando
en re menor
bajo
el peligro de las sirenas
quedamos
suspendidos hasta despertar.
Un
corte sin tránsito
que
saltamos aislados desencantados.
La
muerte agazapada en el rellano.
Somos
nosotros los cambiados
en
los verbos conjugados escuchamos ahora
el
colibrí.” Pág. 318-319
Y les comento, cada uno de los versos que componen este poema, es el nombre de cada uno de los apartados y sus subcapítulos del libro.
Ya había
notado a Ana Carrasco, este estilo de armar ideas, lo vi en el libro “Decir el
mal”, pues al leer su índice, se aprecia un mensaje en clave que invita a asomarse
a las ideas que se ofrecen en cada capítulo.
Muy original, sin duda.
La autora,
tiene estilo ensayístico donde subyace la intención de conmover, de emocionar,
de hacer sentir algo a su lector, y me parece que esta es su forma de hacer en
acto lo que promueve en ideas, es decir, ha vuelto su escritura su modo de “vida buena”,
de vivir una vida reflexionada, nos hace sentir que ella se asume inexorablemente en nosotros, sus lectores y por ello, como seres intra-intersubjetivos nos dice, que nos andemos con cuidado en nuestro roce con los otros en
donde somos, y ellos son en nosotros, que no les generemos daño, y si hacemos alguno
sin intención, ameritará reconocerlo, hacer algo. Pienso, que, como escritora, ella se esfuerza
por hacer carne las ideas que va descubriendo, desmenuzando, y que con
amorosa escritura nos comparte.
Pués
leído está y pienso, que contiene tres grandes bloques de ideas que necesitamos
rescatar del fondo de nuestro saco de olvidos sobre la muerte: primero, que
morir nos es inherente, todos morimos
inexorablemente; segundo, que el morir un ser amado nos “muere” (no sé si sea
correcto decirlo así, me arriesgo consciente del mi ignorancia), que la muerte por
ello es en común, y por ello, necesitamos reconstruir nuestra relación con
quien muere, pues sin bien ya no está presencialmente, vive en nosotros, se
queda en lo que nos hereda; tercero, hoy, necesitamos reflexionar más este
suceso, pues si la muerte de un ser querido, nos muere, y no sabemos tratarlo, esto
puede ser fatal, podemos ser una sociedad de muertos en vida al no procesar correctamente
la muerte y reconstruir nuestra relación
con quienes fallecen.
Pues bien,
a lo largo del libro, se nos cuenta que somos una diada, somos vida-muerte, desde
el primer respiro, el momento de morir está activo, y lo original en este planteamiento,
ella dice, que de ese “nacer-físico”, nos movemos hacia un cambio, que en el último
respiro cambiamos nuestro ser óntico, es decir, de cosa mutamos a un “vivir-en-los-vivos”,
a quedar inmersos en las personas con las que compartimos la vida, que seguimos
en la huella que dejaron nuestras pisadas físicas tatuadas en la subjetividad
de todos ellos, con quienes nos compartimos en vida. ¿No es una hermosa idea? Morir da miedo, pero
pensar en esto, nos hace cuidar lo que hacemos en vida con igual terror, no
queremos ser odiados y olvidados, pienso (ella no lo dice).
Sin
embargo, aunque lo anterior da esperanza, no deja de reconocer lo complejo moverse
a este lado luminoso del hecho de morir.
El dolor de ver inerte a un ser que amamos (padres, hijos, hermanos,
amigos, la lista es larga), es un momento que desgarra, que oscurece, que
enmudece, que nos “muere” valga la expresión que yo misma siento rara, pero me
ayuda a expresarme.
Cuando
alguien muy cercano pierde su calor, el brillo de sus ojos, se extingue su voz,
dependiendo el grado de vínculo relacional, con su pérdida física, también se
lleva algo de nuestra vida, nos deja un hueco, y entonces, nos sentimos faltos
de quien ya no respira, no nos habla más, no nos mira, y no encuentra modo de llenar
ese pedazo de vida nuestro que se nos arranca y se lleva quien muere. Entonces, nos convertimos en dolientes, el
llanto, la tristeza, la pena, mil pensamientos y sentimientos de “hubiera” nos
inundan, sentimos que nada nos calma, el dolor-doloroso, va llenando ese “hueco”
dejado por quien fallece.
Ante
esto, tan real, Ana Carrasco, acude a la historia de la filosofía y rescata
momentos donde filósofos, pensadores, han abordado reflexivamente este asunto del
que nadie escapa, todos morimos, a todos se nos muere alguien, y entonces,
sentimos el morir en vida. Con lucidez, nos va contando, las formas que, en
otros momentos de nuestra historia, la muerte fue afrontada, y en esa revisión,
rescata la práctica del rito funerario.
Va contándonos,
como se vivían las pompas fúnebres, nos explica algunos cánticos y poemas que
se componían y cantaban hasta en coros para sacar del silencio ese dolor que
ahogaba a los dolientes en sus penas; habla de piezas musicales que primero abordan
las emociones más tristes y terminan con destellos de ritmos y avisan de la
importancia de moverse de emociones tristes, a emociones de auto-rescate.
Así,
deja ver la importancia de los rituales mortuorios de antaño, que no eran sino
otra cosa que tiempo, un tiempo necesario que permitía vivir el duelo, un tiempo
para procesar ese asalto a la vida y aprender a soportar esa pena innombrable,
un tiempo para procesar y reconstruirse para seguir en la vida, llevando ese
dolor, que nunca desaparece, pero ya no se vive en el grito, en la orfandad,
sino en la comprensión que todos mueren, que morimos, y los muertos, se honran con
amorosos recuerdos, si eso propicia su vida, o se olvidan si es necesario. Enfatiza
en esto, que antes, los rituales funerarios, eran en comunidad, algo que hoy la
vida civilizatoria actual ha confinado en las funerarias, y pésames casuales.
En
aquellos rituales, los dolientes se sabían acompañados, y se sabían con tiempo
para procesar ese golpe, para asumir ese momento no esperado, el ritual aporta
símbolos, mensajes, un sostén que permiten al doliente procesar ese dolor que le
dobla, ese dolor insoportable, en el ritual funerario, se deja sentir que se comprende
que todos mueren, que no es un castigo, sino que es el pasaje de lo viviente-presencial
a lo viviente-amoroso, al acuñamiento de la comunidad, donde se reconoce que quien
murió nos dejó un tesoro de vivencias, de recuerdos, de ideas, que ahora estarán
siendo parte de todos, que morará en el recuerdo de todos. Con esta
comprensión, el doliente tiene tiempo, con el ritual, procesa su pena, comprender
el suceso inevitable, y sufre la ausencia física, pero honrando el recuerdo comprende
que quien falleció vive en él por lo mejor que le aportó, se concentra en las
ganancias, dice ella. De esta forma, el ritual funerario, aporta tiempo, permite
el duelo, permite enfrentar la melancolía, la añoranza, y ayuda a soltar amorosamente
ese deseo de lo ya no se tiene, y se le ponen alas ese cuerpo, que ya no vemos,
pero sentimos como las alas del colibrí, quien se hace presente sin ver sus
alas.
Y así nos
va contando bellas historias sobre rituales, sobre explicaciones de cómo muchos
han reflexionado sobre esto que no es connatural, la muerte, e igual nos avisa
de los peligros que de la pérdida física de quien amamos, a quien consideramos
sin pensarlo “eterno”, pero en un momento ya no está y quedamos en “shock”,
detenidos en ese tiempo, paralizados en ese momento, encerrados en ese hueco
que deja la ausencia-presencial del ser que amamos, y si esto perdura, poco a
poco, pensando en esa muerte, vamos muriendo en vida, nos volvemos muertos-vivientes.
¿Cómo sucede
esto? Ana Carrasco lo explica como el predominio de emociones negativas, para ello
recurre a lo que entiende por “eros “y “póthos”, eros, como sabemos, aludes a
emociones que unen sin atar, es un sentimiento que encuentra, y ata-soltando, que
permite autonomía de quien se ama, se le impulsa, se le espera, y si hay que
dejarlo ir, se le suelta por amor. En
cambio póthos, inspira aferramiento a lo que se desea, lleva al anhelo de lo
que hemos sido privados, nos orienta a buscar en ese hueco que deja nuestro
fallecido, y esa vida que ya no está nos duele y duele más, porque se busca lo imposible,
no se comprende el vínculo vida-muerte, entonces nos hundimos más y más en ese
hueco, arrastrados hacia la eterna temporalidad detenida de quien fallece, y extraviados en ese momento, la revivimos como una muerte sin fin queriendo rehacer las cosas,
volver al momento anterior del suceso, y nos hundimos más en ese sufrimiento. En tal actitud, nos desatamos de nuestra
propia vida, quedamos aferrados a la ausencia, a la carencia del difunto sin comprender nada, cegados viendo la muerte como infortunio, y no como consustancial a lo vivo.
Y ¿Qué si
es posible para avanzar por la vida en que seguimos los dolientes?
Una manera
de salir de ese momento tan doloroso, dice ella, es darse tiempo, pero no eso
de que “que pase tiempo” y ya, no, se trata de hacer esfuerzos para reconstruir
la relación rota por la ausencia física; antes nuestra relación, era presencial,
ahí estaba nuestro ser amado, pare reír, para molestarnos, para estar juntos,
para mil cosas, nos sabíamos acompañados por él para siempre, pero sucede de
pronto que no está, y todo eso que era, ya no es, se trata de conjugar los verbos
de otra forma, ahora será “fue” y un “será” que se esperaba, y se vuelve un
problema a resolver. Se necesita hacer este pasaje, se requiere un trabajo
personal y comunitario, donde cada uno y todos los implicados en esa relación
intra-intersubjetiva, tengan tiempo para aprender a conjugar de otra forma los
verbos de la vida.
Por
tanto, el duelo, si bien es tiempo, es un tiempo para reconstruir sentimientos,
pensamientos, es un tiempo para procesar esa muerte en común, ¿común por qué?
porque quien murió, nos “muere” algo de nosotros, al morir quien amamos, en
algo morimos todos los implicados con esa vida y por ello, los vivientes
sienten un agudo dolor; los vivos si sentimos la muerte, por ello necesitamos
reconstruirnos y reconstruir la relación con esa persona que ya sólo está vida
en nuestros pensamientos, nuestros recuerdos, en las cosas que dejó, ahí sigue
presente, la seguimos sintiendo ¿cómo vivir con esta nueva forma de presencia? Ese
es el reto personalísimo.
Se trata
entonces de dar una especie de vuelta de tuerca, o ver de otra forma del vaso
medio vacío, de
darnos el tiempo para reconstruir nuestra relación con las personas que
abandonan su estadía física, pero se quedan en nosotros, en las palabras, en
los recuerdos, en los objetos que dejó, en lo que hizo en esta tierra. Y esto se
hace valorando el tesoro de “ganancias” que son esas aportaciones dadas a
nosotros en vida, es decir, tenemos su amor, ese amor que nos dejó y con todo
ello, necesitamos colocarlo en ese hueco que dejó la partida, así, poco a poco,
se llenará de otro modo, cobrará otra forma, pero ahí estará lo amoroso de
quien cambió su estado física, y también estará nuestro amor vivo, conteniendo cálidamente
el recuerdo, soltando, sin olvidar, alejando la melancolía, la añoranza que
induce a desear lo imposible, se trata de buscar y encontrar aquello que honre su
presencia-ausente. Siguiendo a Javier Gomá, pienso que diría, darle “dignidad”
(peor quien sabe, sigo siendo una ignorante de muchas cosas)
Ahora bien,
¿podemos hacer esto? nuestro gran problema en estos días en que nos ha tocado
vivir, los rituales mortuorios desaparecen, los tiempos de duelo se evitan con
trabajo, con pastillas que adormecen el dolor.
Hoy la muerte queda encerrada en una casa funeraria, un entierro y
algunos pésames.
Aquel
tiempo de rituales, de pompas fúnebres, de canticos y poemas para honrar la
muerte, las ceremonias luctuosas tuvieron sus contextos, tenían un función
social, cultural. Eran acciones que aliviaban el dolor de los dolientes y de la
comunidad afectada, pero hoy, es otro mundo, vivimos otras situaciones, somos
producto de un tejido social muy diferente, somos hijos de otras comunidades,
como las redes, el internet, vivimos de otra forma el tiempo, hoy el futuro
parece estar en el presente, el tiempo pasado se ve muy lejos y así vamos constituyéndonos,
esto de lo intra-intersubjetivo se da unas maneras muy distintas a hace 100
años, ni que decir, de hace mil.
¿Hoy cuáles
son nuestros rituales? ¿En qué vida cotidiana nos constituimos? ¿Cuáles son
nuestras ansias de vida? ¿En qué creemos? ¿La muerte de nuestra vida la
llegamos a sospechar cuando menos? ¿Nuestra longevidad actual nos aleja de la
idea de morir? Y ¿Cuándo alguien muere como se duele ese dolor? Y…
Pue así
va el libro, no sé si atrapé el sentido, lo mejor sería que cada uno lo leyera
y sacara sus propias conclusiones, pero, aunque la escritura es fluida, las
ideas bien ligadas y que en la medida en que avanzan se crecen como una
melodía, como dice ella, que inicia en re menor (que entristece, conduele, reúne)
se mueve al re mayor (que explota en emociones de salida jubilosa), tiene el
inconveniente de ser una escritura filosófica y ahí está el detalle…
El libro
lo compré hace un año, tenía temor de leerlo por mi carente formación filosófica,
pues como saben, formación magisterial adolece del manejo de fuertes conceptos
teóricos, y eso de leer y encontrarse con tantos nombres que van desde Sócrates,
no sé cuantos más filósofos griegos, hasta Aristóteles, lo mismo autores de la
edad media como Agustín de Hipona, de la modernidad como Hegel Heidegger, Schiller,
y otros, Freud y más…en fin, varias páginas de bibliografía al respecto, la
verdad, imponen.
Por esto, preferí leir durante un año otras fuentes, me di tiempo (darse tiempo de trabajo, como ven, si ayuda) y por fin me atreví. Y esto fue lo que sentí, pensé, logré escribir… espero no haberme salido del espectro de ideas que dibuja, que la verdad, son muy luminosas, es un libro que, en otro momento, estoy segura, volveré a leer, y espero con más formación filosófica, pues hay muchas ideas por explorar, esperando que mi muerte, no me asalte antes.