José Luis Trueba Lara. Grijalbo. Edición Digital, julio de 2019.
Siempre he tenido resistencia a enseñar historia
cómo esos hechos apologéticos, realizados por personas con arrojo, heroicas, entregadas
a causas sociales, dando su último aliento para salvar las vidas de los demás. Nunca
supe la razón de mi resistencia a estas prácticas de adoración irracional, pero
como profesora normalista, tenía el deber de transmitir la historia sacrosanta
de la creación de la Patria Mexicana, viviendo en el dilema de seguir los avisos
de mi intuición, u obedecer ciegamente los dictados de una amor patriótico y
fanatizado de la historia oficial.
Aún no sé cómo llegué a esta final de ejercicio
docente sin enlistarme en el engaño de la historia patria. Ahora soy jubilada de una institución superior
dedicada a formar profesores (UPN) donde pude hacer crítica a la realidad en la
medida de mí conocimiento y posibilidad analítica. Y aún activa en la escuela primaria, dada mi orientación hacia la lectoescritura en mi
ejercicio docente, mi trabajo siempre se ha enfocado hacia los “peques” de la
escuela, y con ellos, las dosis de historia oficial, son apenas perceptibles
(bueno, así las hice yo), sólo con un poemita, una lecturita biográfica, unas
efemérides, unos coritos, pude salvar la situación.
Y ahora, estoy frente a un libro (tomé la opción
electrónica) que al leerlo me ha llevado por un relato que he de confesar me ha
causado “náusea”. Tardé en su lectura,
fue agobiante, duro de leer, no por la teoría, no, es una escritura sencilla,
bien argumentada con datos, bien elaborada, pero lo que nos cuenta duele, deja
un malestar en la boca del estómago y es necesario ausentarse para procesar las
ideas que ofrecen la versión de que nos hemos inventado una historia, una
identidad fincada en la negación de lo que somos, en la justificación de los
oprobios y daños vividos como sociedad y como personas, para hacer nacer una
Patria, una idea de Nación Mexicana que se yergue sobre los crímenes y horrores
vividos por tantos y tantos, quienes quedaron
enmudecidos en medio de la tragedia, y sin saber cómo (yo diría que no tuvieron
opciones) prefirieron guardar silencio, y se adentraron por esos discursos idílicos
que ayudaron a negar y olvidar el dolor,
a negar lo que lastima, quedando como sobrevivientes en medio de
estrategias políticas que paulatinamente fueron haciendo un invención que fue
validándose a fuerza de repetirla.
En este libro se narra el mito de la revolución
mexicana, la vivencia de una década donde privó el asesinato, robos, ultrajes, violaciones,
hambrunas, epidemias, y cómo, quienes se instalaron en el poder, impusieron una
visión por sobre la realidad, evitando que las personas contaran sus historias,
cómo la construcción de un discurso oficializado, impuesto, pudo justificar lo
sucedido, cómo eso indecible, vergonzante, fue silenciado imponiendo una
narrativa sobre la revolución como el fenómeno histórico vivido por un pueblo
capaz de erradicar al mal gobierno y capaz de instalar otro de corte filantrópico,
un gobierno que nace del pueblo bueno y por ello, con justicia para todos y que
debía ser debía ser guiado por la magnificencia de sus caudillos, los nuevos
mesías, con cuyo heroísmo y sacrificio, llevaban a todos hacia la abundancia
merecida.
Hubo entonces una gran tarea para estos nuevos ídolos
nacidos de la revolución, la de construir la Patria, y para ello, las ideas de
la época, hijas del mundo de comienzos del siglo XX ayudaron, como la idea eugenésica
del cuidado de la raza mexicana, (que no solo era parte de la Alemania Nazi,
sino una ideal del siglo naciente por lo que vemos), hacer nacer al mestizo con
ciertas características que lo hicieran digno de ser mexicano. Desde este precepto, se realizan políticas de
limpieza racial, como alejarnos de otras razas consideradas indignas, como los chinos y los negros, contra quienes se
ejercicio un indecible exterminio; igualmente se buscó alejar las mentes de
ideas fanáticas y se vio como enemiga la religión, queriendo imponer una
religión en la que se endiosa al héroe (de ahí las masacres de los cristeros),
el uso de la literatura, la pintura (el muralismo), la cinematografía, para ideas
preconcebidas sobre el deber ser de la mujer mexicana, dulce y sacrificada,
santificada, y del hombre fuerte y varonil, macho, del indio sumiso, y hermoso pintando en los
cuadros, negándose a enfrentar al indio
real que aun reclamaba justicia.
La realidad mexicana, el desgarro social, la
miseria, la destrucción de lo material y espiritual era ofensiva, no era
posible, ya que todo debía adecuarse a los sueños de los caudillos, todo lo que
no que quedará dentro de estos parámetros debía extirparse. Pero,
la verdad es la verdad, y por más sueños que se tuvieran por concretarlos, la
realidad siempre grita, salta, y asalta. La verdadera-verdad es que teníamos y
tenemos una sociedad lastimada, una indiada resentida y olvidada y unos
dirigentes que no son dioses, sino personas con ambiciones, emociones, que han
jugado el juego del poder, donde todos hemos sufrido las consecuencias,
llegando a este tiempo presente, donde a veces nos comprendemos cómo es que
hemos llegado a este punto de desorden, desencuentro.
Esta lectura me asomó a un desfile de ideas que cuentan
como construimos un nacionalismo surgido de crímenes de guerra, asesinatos,
culto a la muerte, pues se aspiró a una religión sin Dios, que llevó a
violentar las creencias y fanatismos de la gente y a instaurar un régimen de
caudillos, de salvadores de la patria, donde reinaría con los nuevos mexicanos,
producto del triunfo de la revolución. Y desde esta imposición de visión,
¿Quién pudo contar esa realidad maldita de muerte, miseria, abusos y
enfermedades que se vivió durante más de una década? Todo se apologizó, se
ocultó, se deificó...
Y como educadora, pienso en la necesidad de una
formación de nosotros mismos, una formación que se preocupe por que el auto-encuentro
del sujeto mismo, que se explore así mismo, capaz de ubicarse en su propia
historia, haga el recorrido de su vida en la misma vida social, como afirma
Vincent de Gaulejac, haga narrativa de su vida personal, haciendo las conexiones
con la vida de los demás, que descubra que es quien es en medio del existir de
los otros, y que entienda que le pasa, no es un asunto personal, sino que es el
resultado de la convivencia, de las problemas comunes, de las formas en que se
han resuelto, y cómo ha quedado implicado, interconectado. Así, sabiéndose parte de la realidad, se
esfuerce por ser responsable consigo mismo y tome las decisiones que le
permitan ser una versión mejor de sí mismo, la que necesita dado el mundo que
le toca vivir.
Considero con preocupación, en qué hacemos los profesores
cuando educamos, pienso que es un acto tan idílico como la historia oficial, que
soñamos en formar al ser humano que no existe, porque no reconocemos al sujeto
real, ese ser humano complejo, desconocido, no tan hermoso ni benevolente como
nos han dicho que hay que formar en las aulas.
Los maestros fuimos formados en pensamientos salvadores de almas, en
constructores de esa patria que no existe, de personas idealizadas que tampoco
están.
Me quedo preocupada, pero a la vez, con la
seguridad de ir por el camino de lo real, abriendo brechas, reconociendo a mi capacidad,
acercándome a las verdades que agudizan
la mirada, que ayudan a atreverse, a hacer cosas diferentes, sin aceptar todo y
quedar esclavizada en el engaño de lo que otros les molesta y tratan de
negar.
Pero la realidad es la realidad..., no se puede
disecar, no se puede enlatar, siempre, para fortuna nuestra, se revela; el
problema es estar preparados para vivir en ella, porque lo que la conforma
exige una mirada aguda y horizóntica, de otro modo, nos arrasa y nos lleva en
su tropel dado-dándose, al que ocupamos necesariamente aprender a dar sentido.