Amelia Valcárcel. La memoria y el perdón. Herder Editorial, 2010. Edición Electrónica.
¿Por dónde
iniciar? Son tantas ideas acerca de algo tan complejo como lo es este asunto
del perdón. Empezaré por una distinción sobre el perdón, y que después de todo
lo leído me parece muy propia para estos tiempos que vivimos.
Amelia Valcárcel
habla de reconocer dos tipos de perdón, el “perdón impuro” y “perdón puro”.
Cuando habla de perdón impuro, se refiere a la necesidad que tenemos de “perdonar”
para avanzar; perdonar se torna una decisión política, administrativa, y con
ella se pone fin a una situación extrema de convivencia que necesita terminar y
permita la paz, pero aclara, no el “olvido”. de ahí lo “Impuro”. En cambio, el perdón puro, es un acto
personal que surge de comprender lo que sucedió, de asumir el dolor, pero se hace
el esfuerzo de no seguir en él, entonces se perdona al detractor, y ahí, si
logra olvidar. El tiempo, hace su tarea y va curando las heridas; este perdón
es un acto magnánimo, personalísimo y muy complejo, que no todos podemos hacer,
pero es posible.
Para
llegar a este planteamiento, Amelia Valcárcel parte de la idea de que el perdón
tiene que ver con la capacidad de olvidar el daño infringido por cualquiera que
sea la violencia ejercida. Nos dice que tenemos una larga historia que explica
este importante acto humano, primero nos habla de las explicaciones
provenientes de un tipo de moral objetivista, hasta llegar a una ética sobre el
perdón, donde la memoria y el olvido, tienen vínculos insondables.
Las primeras
formas de enfrentar las violencias o transgresiones se explican como causa-efecto,
por ejemplo, no se tiene cosecha, no llovía, o se morían de frío y hambre,
porque se infringió un dictado moral de la comunidad afectada, como un adulterio,
el asesinato de alguien, etc., algo se hizo que dañó el orden de las cosas, y
hay culpables y la necesidad de sacrificios para subsanar la deuda.
Después emergen
las “leyes taleónicas”, aquello de diente por diente, ojo por ojo, donde el
proceso de violencia era detenido de tajo, si alguien hacía algo inadecuado, lo
mismo que hizo se le devolvía, y esta orden era ejecutada por un tercero, quien
en ese momento detentaba el poder para poner orden. Las leyes taleónicas tenían un carácter más
de venganza, se detenía el proceso de violencia con otra violencia final. Las
partes implicadas asumían que la “deuda” generada por la acción ejercida
quedaba saldada.
Llega el
cristianismo, con la máxima del “perdón”, ese perdón sin distingo, porque si
perdonamos, seremos perdonados por Dios.
Aparece un poder supremo que nos mandata perdonar para contar con su
velo protector, su luz, su amparo y la confianza de vivir en paz. Lo mandatado para el perdón, exige fe, creencia
fiel en el Dios salvador. Y en esta
tónica, las religiones expresan diversos mandatos de perdón, que los fieles
siguen y aporta un orden.
Pero,
llegó el siglo XX, y el genocidio del pueblo judío durante la segunda guerra
mundial, las matanzas de Ruanda, de Camboya, y otras masacres por las guerras
ya más cercanas, pusieron en la mesa de discusión lo mandatado para el perdón. Viene la pregunta ¿quién debía perdonar si
las víctimas no estaban para hacerlo? Nadie puede perdonar por otro. Es así
como el perdón pasa del plano ético-religioso, del colectivo moral y personal,
a las leyes, a la creación de una normatividad que a nivel mundial juzgan este
tipo de actos, y cobran forma palabras como amnistía y crímenes contra la
humanidad.
La
amnistía es el perdón a los transgresores, al reconocer que eran guiados por criterios
equivocados, y al dejar se vigentes, son liberadas por los crímenes cometidos,
el delito, ya no es, y son perdonados, sin olvido. El crimen contra la humanidad
es el intento de nombrar el atropello y detenerlo a la luz de todos los
observadores del mundo, se negocia, se castiga, se llega a nuevos acuerdos. La amnistía es un perdón impuro, un perdón
negociado como necesidad, pero que no olvida, porque se concluye que actos de
esa magnitud, no puede olvidarse para que no se repitan.
Y llega
la discusión del “perdón puro”, ese acto magnánimo, propio de personas que
tienen la fortaleza de reconocer, de comprender lo sucedido y decir “entiendo,
te perdono. Esta parte, en el libro no tiene mucho desarrollo, y me hubiera
gustado ver su postura ante las diversas actitudes que se pueden tomar cuando
se viven situaciones de dolor, cuando vivimos un dolor provocado por otros. Cuando
se ven obligados a perdonar por necesidad administrativa pero no se olvida…
¿Qué sucede?
Sí menciona
que el perdón tiene una relación inevitable con la memoria, con la capacidad de
olvidar, pienso que quien es capaz de perdonar, es capaz de olvidar, guardar el
suceso en la memoria por allá, donde al volver al presente, no lastime más.
Con lo
leído, pienso que al ser lastimados, estamos heridos, duele, y se necesita
tiempo. Como ella dice, el tiempo de
quien perdona, y el de quien pide el perdón, no es el mismo. Quien generó el daño, puede arrepentirse, (no
se perdona a quien no lo pide, pienso, a la mejor ni se siente con deuda por lo
hecho), quien sabe que hizo algo, sabe que tiene una deuda y se arrepiente, y
solicita al dañado, le comprenda y le exoneré de tal afrenta cometida en un
momento de insensatez. Pero, quien es lastimado, necesitará tiempo
para comprender, para pensar, para reconocer las circunstancias del suceso, y
decidir olvidar. Dejar que corra el
tiempo, que sane la herida, y al hacer esto, perdonar, moverse de lugar y dejar
esa experiencia en proceso de ser olvidada, guardada en una memoria cada vez
más lejana, que cuando se revisita, duele menos y menos.
Entiendo
que hacer esto, “perdonar” no es sólo un mandato religioso, no es tan sólo “perdona
y serás perdonado”. Considero, que perdonar
sentidamente, con esa pureza que exige y que sana, viene de una actitud ante la
vida, del valor de vivir en la incertidumbre de cada día, exige reflexión,
autonomía, fortaleza, voluntad, sentido de vida.
Y termino
preguntándome ¿cuántos vamos por la vida cargando una lista de malestares a causa
de lastimaduras infringidas por los otros y que hoy alimentan nuestros
resentimientos, odios e indiferencia al dolor de los demás? ¿Somos personas lastimadas que lastiman a los
demás ya sin saber quien nos generó el daño, pero queremos que alguien pague lo
que otros nos hicieron? ¿Por qué no nos es tan fácil olvidar y perdonar de manera pura? ¿seguiremos con aquellas leyes taleónicas arraigadas
en el inconsciente colectivo? ¿La idea de la deuda y búsqueda de venganza?
Este
libro sin duda, necesita ser material en cualquier propuesta de formación de
profesores, porque nosotros, todos los días vivimos en medio de lastimaduras cotidianas;
la docencia es dura, la coexistencia de subjetividades nos raspa el alma, sufrimos
daños, daños que necesitamos aprender a reconocer, comprender y perdonar para
no acumular dolor, resentimiento, odios que ni siquiera sabemos que cargamos y
no enferman.
Bueno…
mucho qué pensar.
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