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martes, 13 de mayo de 2025

Emma León Vega. La sinfonía de las necesidades vitales. Dependiendo de lo[s] demás. UNAM, México, 2023.

 


Como siempre a Emma León, psicóloga social, implica para mí un esfuerzo de atención complicado y por tanto, exige tiempo leer cualquiera de sus libros.

Éste, no fue la excepción. Ya tengo un año deambulando entre las páginas de este libro que terminé a fines de febrero, sólo con subrayados, sin notas de manera sistemática, y terminada la lectura no faltó la pregunta ¿cómo comparto la resonancia de ideas en mí provocadas por sus ideas? Ideas que por desgracia no fui registrando en su momento, y como es lógico, se esfumaron.

Así ante el libro subrayado (en presentación física, al no existir en la versión electrónica), hubo que volver a releer tomando notas y más notas, pero terminada esta segunda lectura, la pregunta siguió siendo la misma, entonces recordé a Alberto Manguel, quien dice que la “literatura”, (o toda escritura digo yo modestamente) al leerse nos transforma si es que como lector se va haciendo un intercambio de experiencia y pensamiento en el momento de leer, por tanto, como lector,  terminado el texto ya no se es el mismo, pues ha movilizado una “demasía de significaciones” que transforman algo dentro de uno mismo; si Manguel tiene razón, entonces ¿cómo cuento este movimiento personal para invitar a otros a vivir su propia experiencia de lectura de este libro? Ni idea, pero lo intentaré. Sospecho que será un esfuerzo adumbrativo, adjetivo utilizado por Emma León para referirse al esfuerzo de enfrentar algo que no está completamente definido, así que sin saber por dónde iniciar, ni a donde llegar, hay que hacerlo ¿acaso no consiste en esto escribir?

“La sinfonía de las necesidades vitales”, es un título que remite a una bella imagen, lleva a pensar en una hermosa pieza musical donde se cuidan con detalle ritmos y variaciones de sonidos que emergen de instrumentos que se armonizan, guardan equilibrio, belleza dando lugar a una explosión de sensibilidad para quien lo escucha. Y le sigue, “de las necesidades vitales” palabras algo intrigantes que clavan la daga de la curiosidad.

Siguiendo la metáfora de la sinfonía, su libro queda organizado -dice ella-, en apartados a los que llama movimientos, y en cada uno avanza en este mensaje imperativo de vivir y sobrevivir a pesar de todo, procesos en los que muchas veces tomamos los mejores caminos participando de tramas dinámicas que nos favorecen para evolucionar, pero en otras, y no pocas, apenas se sobrevive con graves costos entre nosotros mismos, donde la amenaza, indigencias y aniquilación se asoman en el horizonte de la vida humana. Pero pese a tal desorden existencial, y con una mirada larga en el tiempo, este imperativo de vivir permanece, afirmando nuestra autora, que siempre una nueva sinfonía de necesidades vitales da oxígeno a otro comienzo. ¿Verdad que es interesante?

El libro no se puede reseñar definitivamente, tiene muchísima información con la que fundamenta sus argumentos, principalmente de filósofos cuyas reflexiones se argamasan con la biología y las neurociencias, así que para compartir sus “lenguajeares” (idea de Maturana, que indica compartir emociones, sentimientos, pensamientos, e  información pero con sujeto) me ayudaré de algunas frases que utiliza para aportar información primigenia sobre nosotros, y con ellas nos dice que como humanidad estamos siempre en una “imparable mudanza” en tiempo presente, esta mudanza es un eterno movimiento adumbrativo, donde la vida nace, se desarrolla, fenece. La vida es una eterna mudanza que se concreta en lo que llama “la obra de vivir” un vivir que se abre camino en medio de polifonías synbióticas, syncrónicas y asincrónicas, sintonizaciones, vibraciones, entropías, autopoiesis, flujos filogenéticos, alteridades, corporalidades, emocionares, conspiraciones, lenguajeares, resonancias, entonaciones, etc.

“Imparable mudanza” y “la obra de vivir”, y otra más “imperativo de vivir” con la cual reflexiona que no podemos evadir ser parte de un orden viviente que nos rebasa, que somos parte de una trama existencial, biológica, amplia donde nuestra particular “obra de vivir” responde a una fuerza mayor, que clama por persistir.  Maturana le llama a esta fuerza “Amor Mayor”, y con ella explica la fuerza que impulsa a la evolución humana, a su progreso imparable, idea que se relaciona con la de  Spinoza, en su concepto “Conatus”, que entiende como una fuerza innata que existe en todo ser, fuerza que le impulsa a perseverar en su vida, y en ella, a desplegar sus potencias, de ahí esta idea:  “la vida quiere más vida”.

La “obra de vivir” no sucede en el aire, es parte de una trama existencial ordenada, sujeta a procesos de “dependencia-deuda” que no podemos evadir, en ella confluyen lo pasivo y activo, ahí se es sostén y se es sostenido; es una trama de dependencias obligadas donde nos necesitamos y nos necesitan, cuidamos y damos cuidados.

En esta singular “obra de vivir” el contacto con la gente es la base primaria de lo social, ahí se desatan intercambios de energía que se enlazan, dan fuerza y con esta “dependencia-deuda”, la vida persevera, pues el cuidado primario de los congéneres desde el nacimiento garantiza su crecimiento, desarrollo, reconocerse parte de algo, pero a la vez distinto es fundamental.

El contacto entre humanos desde el nacimiento dispara nuestras pulsiones que se desarrollan de un peculiar modo de ser uno mismo y a la vez, ser parte de la misma realidad, dado que poco a poco me “sé yo, y sé que tú, eres tú”. Y aunque nos reconocemos diferentes, nos sabemos parte de un orden viviente, biológico, existencial y social que nos es común, es un ahí donde nuestras corporalidades mantienen dependencia, convivencia siempre con una diferencia imborrable que nos hace creaturas aproximadas o prójimos, vivientes de lo mismo, pero vivido diferente, sentientes de una proximidad adumbraditiva, pues algo sabemos del otro, pero lo que se desconoce, es más.

 Mirar al otro, siempre distinto nos permite actos de elaboración de sentido, pues cada uno de nosotros, emite señales mediante nuestro olor, el tacto, el lenguaje; son señales sutiles que expresan sentires que ponen a prueba nuestra tolerancia hacia el otro diferente.  Y a su vez, nuestros olores, mensajes táctiles, corporales, lenguajeares avisan al otro de nuestra peculiar “obra de vivir”, señales desconocidas para uno mismo, pues provienen de procesos neurológicos emocionales, de químicas del cuerpo que se producen ante determinados sucesos o situaciones y no tenemos control de ellos, pero configuran ese ser-en-su-hacer que se muestra al otro, quien nos reconoce como parte de la trama de vida compartida, pues “nuestra dependencia es fundante”, aún sin tener conciencia de ella, esta dependencia a veces se disfruta y en otras, se pagan consecuencias.

Esta necesidad constitutiva de los otros, se bien fomenta mutualismos, comensalismos, igual gesta parasitismos, expoliaciones, no todo lo bueno florece en ella ya puede contribuir a que revivan programas filogenéticos primigenios de la especie, cuyos efectos sobrepasen los umbrales de una sana convivencia y propicien ofuscamientos, confusiones, delirios, y propicien estados alterados donde el temor, la angustia que rompan el balance, inhiba lo impulsos sociofílicos tan necesarios para volver a la armonía social.  Sabemos que, en medio de conflictos muy despiadados, nacen también los actos más generosos. A pesar de todo, la vida siempre se abre camino dirán muchos.

Y para que la vida se abra camino con orden, se han construido códigos, reglas, contratos cuyo fin es controlar los impulsos reptilianos que nos habitan en la sombra de nuestra corporeidad. Sin embargo, aunque el esfuerzo ha sido importante, nunca es suficiente para controlar esa mole de pulsiones y emociones producto de esos “shot” de hormonas y químicas que corren por nuestra sangre, y que siempre operan lejos de los procesos racionales alterando los pensamientos, y una mente así, saturada, gobernada por lo emocional-irracional, no pueden diferenciar la realidad de una paranoia, de un delirio.

Desde tales ideas, la humanidad parece caminar por el filo de una navaja, por un lado, se avanza estimulados por el sabor del triunfo de vivir más allá del propio tiempo, la vida empuja dentro de la vida misma que se desliza por su horizonte favorecido por una experiencia primigenia, siempre llamada “emocionar”, concepto de Maturana, que tiene que ver con esta capacidad humana de expresar emociones buenas para la vida, donde la para él la emoción más importante, dice León, o yo lo leí por ahí, es al Amor (aunque muchos dicen que el amor es un sentimiento, yo no lo sé).

El “emocionar” expresa hacia afuera lo que sentimos y se trasmite a los otros por unas ondas neuronales, como una especie de resonancia donde todo nuestro cuerpo, corazón y mente se hace uno, entonces resonamos y enviamos una frecuencia a niveles muy bajos a los otros congéneres dice Emma León, son frecuencias que no se escuchan, pero hacen que ellos, liberen flujos químicos, hormonas que hace compartir estados de ánimos colectivos como euforia, tristeza, calma, ira, depresión (como cuando vamos aun velorio, estamos tristes, lloramos con los demás).  Estoy recordando el concepto de “sororidad”, cuando nos hacemos partícipe del dolor entre mujeres, por ejemplo, un acto de violación no nos es ajeno, se nos activa una química que nos hace conectarnos silenciosamente.

Entonces, la “obra de vivir” de cada quien, que sucede en un espacio-tiempo, donde se mora, y desde ahí, se participa de la obra de vivir de los otros, nuestros congéneres, nos demanda sincronizar los ritmos vitales de todos dando lugar a modos resonantes para relacionarse unos con otros, haciendo del modo de vivir, algo más que físico, sino que se entrelazan emociones, afectos, entonces la morada se vuelve colectiva, moramos unos junto a los otros.

En este morar juntos, sucede una relación paradójica con la cual hay que vivir por el bien de todos. Por un lado, tenemos que la existencia de los otros, revela la nuestra, y asumirnos en quien somos, demanda autonomía, pero, existe una dependencia, ya que nuestras vidas están enlazadas a pesar nuestro, la autonomía exige procurar beneficios mutuos sin perder desarrollo personal.

Pero, nuestras moradas donde somos humanos, no siempre son los mejores lugares para potenciarse, y ahí podemos convivir con humanos que lo quieren todo para sí mismos, dispuestos a perturbar el orden en beneficio sólo personal. 

En el lugar donde moramos, somos una trama existencial-biológica-social, compartimos espacios, tiempos, lenguajes, memorias, reglas y contratos morales.  Somos gente, un magma de sentimientos, emociones, resonamos, generamos un clima, una atmosfera que nos entona, tal entonación puede pender para el lado un contagio emocional que orienta un modo de vivir orientándose hacia algo mayor que es bueno para todos, una vivencia colectiva que no limita a la diferencia, donde se puede resonar, conectarse a momentos, sin dejar de vivir diferente sus vibraciones propias, se logra una entonación donde se puede “lenguajear”.

Pero, si donde se mora, impera un comportamiento individual, competitivo, egoístas, el progreso de todos se merma. Se podría pensar que esto sucede por deficientes procesos de socialización temprana, pero hay más elementos que lo explican.  Por ejemplo, en una sociedad pueda darse una situación conflictiva como una guerra, un desorden paulatino en las reglas que les unen, que provoca situaciones colectivas de estrés, angustia social, que lleva a la gente a sentir emociones de miedo, sufrimiento, tristeza, (emociones tristes como dice Spinoza), ¿Qué procesos químicos-hormonales se secretan? ¿Qué modos de resonar entre las gentes se producen?

Las situaciones extremas que producen estrés, hace que las personas vivan trastornos estructurales que tienen que ver con su sensibilidad, racionalidad, afectos, entonces la convivencia, ese estar-juntos se tambalea, privan estados alterados de conciencia, se pierde la capacidad de entonarse, de atemperarse, de armonizarse y fortalecerse.

Cuando se “es-está” en situaciones de desgracia social, la gente deja de poner atención a las necesidades y debilidades de los otros, es ajena a los sufrimientos de los demás, no se miran sus cualidades ni potencialidades, toda la atención está en la sobrevivencia de uno mismo.

En situaciones estresantes, complejas para el florecimiento de la vida, las gentes (sólo se usa para los humanos, dice León) se distancian, se desconectan, se quedan atrapadas en un laberinto de signos distorsionados que sólo auto justifican sus actos de defensa, agresión, saltando sus propios códigos morales y les hace capaces de cometer infamias contra los más vulnerables.

La gente en estos climas resuena sus trastornos de ansiedad, indiferencia, maniqueísmos, exaltación de sí mismos, victimización.  Esta forma de resonar entre las gentes, donde se pasa de una emoción a otra, se da mucho desgaste de energía, los procesos neurológicos colapsan y quedan sueltas nuestras más profundas tendencias patológicas antes contenidas, eso larvado en nuestro cerebro, brota, entonces la vida, toma caminos inciertos.

En situaciones de este tipo, “la obra de vivir” es aterradora, se llena de ofuscamiento, se aleja del mutualismo, lo colectivo, se inhibe la capacidad de hacer frente a la adversidad. Se vive fatiga, sentir que se vive para nada y para nadie. Llega el dilema “seguir lamentando o remover los criterios de vida caduca” La historia humana da cuenta de muchos de estos dilemas, donde nada será fácil.

¿Cómo puede resurgirse de una situación que degrada la pulsión de vida?

Por un lado, recuperar los procesos de atemperamiento, resonar emociones de vida, de aliento; superar el sentir personal, por un sentir más general que incluya, que conecte con los otros, a pesar de saberse sin nada, moverse hacia ese “Amor Mayor”, ese deseo biológico y existencial de vida, lo cual exige nacer de las cenizas, o lo que llaman “resiliencia”, encarando lo sucedido, reencontrarse, ayudarse y así cuidar que la vida siga, que no se apague.

Este recambio, no sucede por buenos deseos, o por un voluntarismo ingenuo, sino que los humanos estamos inoculados con flujos y disposiciones biológicos heredados de nuestra especie primigenia, y esta herencia biológica-existencial contribuye a este deseo de perseverar, hace posible la solidaridad en momentos en más se necesita y así, podemos hablar de algunos ejemplos.

Según este análisis, Emma León sostiene que, aunque pasemos por las peores amenazas, parece que siempre está la oportunidad del nuevo comienzo, que se impulsa por una inquietud subterránea resguardada en nuestros genes filogenéticos.  Se trata de un deseo que no sabemos de dónde viene, y nos orienta por la “obre de vivir” a pesar de vivir momentos de “desafinación de nuestras necesidades vitales.”

Pero… me pregunto ¿Qué garantiza que como especie seamos unos eternos reiniciadores de vida? Y si un día el daño es tantísimo que no exista reinicio… Pero de inmediato llega a mi mente eso de que la vida siempre se abre camino… Bien, que así sea.

 

 

 

 

  


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