Éste, no fue la excepción.
Ya tengo un año deambulando entre las páginas de este libro que terminé a fines
de febrero, sólo con subrayados, sin notas de manera sistemática, y terminada
la lectura no faltó la pregunta ¿cómo comparto la resonancia de ideas en mí provocadas
por sus ideas? Ideas que por desgracia no fui registrando en su momento, y como
es lógico, se esfumaron.
Así ante el libro subrayado
(en presentación física, al no existir en la versión electrónica), hubo que
volver a releer tomando notas y más notas, pero terminada esta segunda lectura,
la pregunta siguió siendo la misma, entonces recordé a Alberto Manguel, quien
dice que la “literatura”, (o toda escritura digo yo modestamente) al leerse nos
transforma si es que como lector se va haciendo un intercambio de experiencia y
pensamiento en el momento de leer, por tanto, como lector, terminado el texto ya no se es el mismo, pues ha
movilizado una “demasía de significaciones” que transforman algo dentro de uno
mismo; si Manguel tiene razón, entonces ¿cómo cuento este movimiento personal
para invitar a otros a vivir su propia experiencia de lectura de este libro? Ni
idea, pero lo intentaré. Sospecho que será un esfuerzo adumbrativo, adjetivo
utilizado por Emma León para referirse al esfuerzo de enfrentar algo que no
está completamente definido, así que sin saber por dónde iniciar, ni a donde
llegar, hay que hacerlo ¿acaso no consiste en esto escribir?
“La sinfonía de las
necesidades vitales”, es un título que remite a una bella imagen, lleva a
pensar en una hermosa pieza musical donde se cuidan con detalle ritmos y
variaciones de sonidos que emergen de instrumentos que se armonizan, guardan
equilibrio, belleza dando lugar a una explosión de sensibilidad para quien lo
escucha. Y le sigue, “de las necesidades vitales” palabras algo intrigantes que
clavan la daga de la curiosidad.
Siguiendo la metáfora de
la sinfonía, su libro queda organizado -dice ella-, en apartados a los que
llama movimientos, y en cada uno avanza en este mensaje imperativo de vivir y
sobrevivir a pesar de todo, procesos en los que muchas veces tomamos los
mejores caminos participando de tramas dinámicas que nos favorecen para
evolucionar, pero en otras, y no pocas, apenas se sobrevive con graves costos
entre nosotros mismos, donde la amenaza, indigencias y aniquilación se asoman
en el horizonte de la vida humana. Pero pese a tal desorden existencial, y con
una mirada larga en el tiempo, este imperativo de vivir permanece, afirmando
nuestra autora, que siempre una nueva sinfonía de necesidades vitales da
oxígeno a otro comienzo. ¿Verdad que es interesante?
El libro no se puede reseñar definitivamente, tiene muchísima
información con la que fundamenta sus argumentos, principalmente de filósofos cuyas
reflexiones se argamasan con la biología y las neurociencias, así que para
compartir sus “lenguajeares” (idea de Maturana, que indica compartir emociones,
sentimientos, pensamientos, e información pero con sujeto) me ayudaré de algunas
frases que utiliza para aportar información primigenia sobre nosotros, y con
ellas nos dice que como humanidad estamos siempre en una “imparable mudanza” en
tiempo presente, esta mudanza es un eterno movimiento adumbrativo, donde la vida
nace, se desarrolla, fenece. La vida es una eterna mudanza que se concreta en lo
que llama “la obra de vivir” un vivir que se abre camino en medio de polifonías
synbióticas, syncrónicas y asincrónicas, sintonizaciones, vibraciones,
entropías, autopoiesis, flujos filogenéticos, alteridades, corporalidades, emocionares,
conspiraciones, lenguajeares, resonancias, entonaciones, etc.
“Imparable mudanza” y “la
obra de vivir”, y otra más “imperativo de vivir” con la cual reflexiona que no
podemos evadir ser parte de un orden viviente que nos rebasa, que somos parte
de una trama existencial, biológica, amplia donde nuestra particular “obra de
vivir” responde a una fuerza mayor, que clama por persistir. Maturana le llama a esta fuerza “Amor Mayor”,
y con ella explica la fuerza que impulsa a la evolución humana, a su progreso
imparable, idea que se relaciona con la de Spinoza, en su concepto “Conatus”, que
entiende como una fuerza innata que existe en todo ser, fuerza que le impulsa a
perseverar en su vida, y en ella, a desplegar sus potencias, de ahí esta idea: “la vida quiere más vida”.
La “obra de vivir” no
sucede en el aire, es parte de una trama existencial ordenada, sujeta a
procesos de “dependencia-deuda” que no podemos evadir, en ella confluyen lo
pasivo y activo, ahí se es sostén y se es sostenido; es una trama de dependencias
obligadas donde nos necesitamos y nos necesitan, cuidamos y damos cuidados.
En esta singular “obra de
vivir” el contacto con la gente es la base primaria de lo social, ahí se desatan
intercambios de energía que se enlazan, dan fuerza y con esta “dependencia-deuda”,
la vida persevera, pues el cuidado primario de los congéneres desde el nacimiento
garantiza su crecimiento, desarrollo, reconocerse parte de algo, pero a la vez
distinto es fundamental.
El contacto entre humanos
desde el nacimiento dispara nuestras pulsiones que se desarrollan de un peculiar
modo de ser uno mismo y a la vez, ser parte de la misma realidad, dado que poco
a poco me “sé yo, y sé que tú, eres tú”. Y aunque nos reconocemos diferentes, nos
sabemos parte de un orden viviente, biológico, existencial y social que nos es
común, es un ahí donde nuestras corporalidades mantienen dependencia, convivencia
siempre con una diferencia imborrable que nos hace creaturas aproximadas o prójimos,
vivientes de lo mismo, pero vivido diferente, sentientes de una proximidad
adumbraditiva, pues algo sabemos del otro, pero lo que se desconoce, es más.
Mirar al otro, siempre distinto nos permite
actos de elaboración de sentido, pues cada uno de nosotros, emite señales
mediante nuestro olor, el tacto, el lenguaje; son señales sutiles que expresan
sentires que ponen a prueba nuestra tolerancia hacia el otro diferente. Y a su vez, nuestros olores, mensajes táctiles,
corporales, lenguajeares avisan al otro de nuestra peculiar “obra de vivir”, señales
desconocidas para uno mismo, pues provienen de procesos neurológicos
emocionales, de químicas del cuerpo que se producen ante determinados sucesos o
situaciones y no tenemos control de ellos, pero configuran ese ser-en-su-hacer
que se muestra al otro, quien nos reconoce como parte de la trama de vida
compartida, pues “nuestra dependencia es fundante”, aún sin tener conciencia de
ella, esta dependencia a veces se disfruta y en otras, se pagan consecuencias.
Esta necesidad
constitutiva de los otros, se bien fomenta mutualismos, comensalismos, igual
gesta parasitismos, expoliaciones, no todo lo bueno florece en ella ya puede
contribuir a que revivan programas filogenéticos primigenios de la especie,
cuyos efectos sobrepasen los umbrales de una sana convivencia y propicien ofuscamientos,
confusiones, delirios, y propicien estados alterados donde el temor, la
angustia que rompan el balance, inhiba lo impulsos sociofílicos tan necesarios
para volver a la armonía social. Sabemos
que, en medio de conflictos muy despiadados, nacen también los actos más
generosos. A pesar de todo, la vida siempre se abre camino dirán muchos.
Y para que la vida se abra
camino con orden, se han construido códigos, reglas, contratos cuyo fin es
controlar los impulsos reptilianos que nos habitan en la sombra de nuestra
corporeidad. Sin embargo, aunque el esfuerzo ha sido importante, nunca es suficiente
para controlar esa mole de pulsiones y emociones producto de esos “shot” de hormonas
y químicas que corren por nuestra sangre, y que siempre operan lejos de los
procesos racionales alterando los pensamientos, y una mente así, saturada, gobernada
por lo emocional-irracional, no pueden diferenciar la realidad de una paranoia,
de un delirio.
Desde tales ideas, la
humanidad parece caminar por el filo de una navaja, por un lado, se avanza estimulados
por el sabor del triunfo de vivir más allá del propio tiempo, la vida empuja
dentro de la vida misma que se desliza por su horizonte favorecido por una
experiencia primigenia, siempre llamada “emocionar”, concepto de Maturana, que
tiene que ver con esta capacidad humana de expresar emociones buenas para la
vida, donde la para él la emoción más importante, dice León, o yo lo leí por ahí,
es al Amor (aunque muchos dicen que el amor es un sentimiento, yo no lo sé).
El “emocionar” expresa
hacia afuera lo que sentimos y se trasmite a los otros por unas ondas neuronales,
como una especie de resonancia donde todo nuestro cuerpo, corazón y mente se
hace uno, entonces resonamos y enviamos una frecuencia a niveles muy bajos a
los otros congéneres dice Emma León, son frecuencias que no se escuchan, pero
hacen que ellos, liberen flujos químicos, hormonas que hace compartir estados
de ánimos colectivos como euforia, tristeza, calma, ira, depresión (como cuando
vamos aun velorio, estamos tristes, lloramos con los demás). Estoy recordando el concepto de “sororidad”,
cuando nos hacemos partícipe del dolor entre mujeres, por ejemplo, un acto de
violación no nos es ajeno, se nos activa una química que nos hace conectarnos
silenciosamente.
Entonces, la “obra de
vivir” de cada quien, que sucede en un espacio-tiempo, donde se mora, y desde
ahí, se participa de la obra de vivir de los otros, nuestros congéneres, nos demanda
sincronizar los ritmos vitales de todos dando lugar a modos resonantes para
relacionarse unos con otros, haciendo del modo de vivir, algo más que físico, sino
que se entrelazan emociones, afectos, entonces la morada se vuelve colectiva,
moramos unos junto a los otros.
En este morar juntos,
sucede una relación paradójica con la cual hay que vivir por el bien de todos.
Por un lado, tenemos que la existencia de los otros, revela la nuestra, y
asumirnos en quien somos, demanda autonomía, pero, existe una dependencia, ya
que nuestras vidas están enlazadas a pesar nuestro, la autonomía exige procurar
beneficios mutuos sin perder desarrollo personal.
Pero, nuestras moradas donde
somos humanos, no siempre son los mejores lugares para potenciarse, y ahí
podemos convivir con humanos que lo quieren todo para sí mismos, dispuestos a
perturbar el orden en beneficio sólo personal.
En el lugar donde
moramos, somos una trama existencial-biológica-social, compartimos espacios, tiempos,
lenguajes, memorias, reglas y contratos morales. Somos gente, un magma de sentimientos,
emociones, resonamos, generamos un clima, una atmosfera que nos entona, tal
entonación puede pender para el lado un contagio emocional que orienta un modo
de vivir orientándose hacia algo mayor que es bueno para todos, una vivencia
colectiva que no limita a la diferencia, donde se puede resonar, conectarse a
momentos, sin dejar de vivir diferente sus vibraciones propias, se logra una
entonación donde se puede “lenguajear”.
Pero, si donde se mora, impera
un comportamiento individual, competitivo, egoístas, el progreso de todos se
merma. Se podría pensar que esto sucede por deficientes procesos de socialización
temprana, pero hay más elementos que lo explican. Por ejemplo, en una sociedad pueda darse una
situación conflictiva como una guerra, un desorden paulatino en las reglas que
les unen, que provoca situaciones colectivas de estrés, angustia social, que lleva
a la gente a sentir emociones de miedo, sufrimiento, tristeza, (emociones
tristes como dice Spinoza), ¿Qué procesos químicos-hormonales se secretan? ¿Qué
modos de resonar entre las gentes se producen?
Las situaciones extremas
que producen estrés, hace que las personas vivan trastornos estructurales que
tienen que ver con su sensibilidad, racionalidad, afectos, entonces la
convivencia, ese estar-juntos se tambalea, privan estados alterados de
conciencia, se pierde la capacidad de entonarse, de atemperarse, de armonizarse
y fortalecerse.
Cuando se “es-está” en situaciones
de desgracia social, la gente deja de poner atención a las necesidades y
debilidades de los otros, es ajena a los sufrimientos de los demás, no se miran
sus cualidades ni potencialidades, toda la atención está en la sobrevivencia de
uno mismo.
En situaciones estresantes,
complejas para el florecimiento de la vida, las gentes (sólo se usa para los
humanos, dice León) se distancian, se desconectan, se quedan atrapadas en un
laberinto de signos distorsionados que sólo auto justifican sus actos de
defensa, agresión, saltando sus propios códigos morales y les hace capaces de
cometer infamias contra los más vulnerables.
La gente en estos climas
resuena sus trastornos de ansiedad, indiferencia, maniqueísmos, exaltación de
sí mismos, victimización. Esta forma de
resonar entre las gentes, donde se pasa de una emoción a otra, se da mucho
desgaste de energía, los procesos neurológicos colapsan y quedan sueltas
nuestras más profundas tendencias patológicas antes contenidas, eso larvado en
nuestro cerebro, brota, entonces la vida, toma caminos inciertos.
En situaciones de este
tipo, “la obra de vivir” es aterradora, se llena de ofuscamiento, se aleja del
mutualismo, lo colectivo, se inhibe la capacidad de hacer frente a la adversidad.
Se vive fatiga, sentir que se vive para nada y para nadie. Llega el dilema “seguir
lamentando o remover los criterios de vida caduca” La historia humana da cuenta
de muchos de estos dilemas, donde nada será fácil.
¿Cómo puede resurgirse de una situación que degrada la pulsión de vida?
Por un lado, recuperar
los procesos de atemperamiento, resonar emociones de vida, de aliento; superar
el sentir personal, por un sentir más general que incluya, que conecte con los
otros, a pesar de saberse sin nada, moverse hacia ese “Amor Mayor”, ese deseo
biológico y existencial de vida, lo cual exige nacer de las cenizas, o lo que
llaman “resiliencia”, encarando lo sucedido, reencontrarse, ayudarse y así
cuidar que la vida siga, que no se apague.
Este recambio, no sucede
por buenos deseos, o por un voluntarismo ingenuo, sino que los humanos estamos
inoculados con flujos y disposiciones biológicos heredados de nuestra especie
primigenia, y esta herencia biológica-existencial contribuye a este deseo de perseverar,
hace posible la solidaridad en momentos en más se necesita y así, podemos hablar
de algunos ejemplos.
Según este análisis, Emma
León sostiene que, aunque pasemos por las peores amenazas, parece que siempre está
la oportunidad del nuevo comienzo, que se impulsa por una inquietud subterránea
resguardada en nuestros genes filogenéticos.
Se trata de un deseo que no sabemos de dónde viene, y nos orienta por la
“obre de vivir” a pesar de vivir momentos de “desafinación de nuestras
necesidades vitales.”
Pero… me pregunto ¿Qué
garantiza que como especie seamos unos eternos reiniciadores de vida? Y si un
día el daño es tantísimo que no exista reinicio… Pero de inmediato llega a mi mente eso de
que la vida siempre se abre camino… Bien, que así sea.
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