Ana Carrasco-Conde. Decir el mal. La destrucción del nosotros. Galaxia Gutenberg, Barcelona. Formato digital, 2021.
Y lo confirmo, leer este libro no ha sido fácil, no porque
sea compleja su escritura, ya que la autora ha tenido sumo cuidado en sus
palabras para plantear este asunto de “decir el mal”. La escritura es pulcra, cuidadosa, preocupada
por compartir ideas que necesitamos visibilizar y sobre todo, sentir e implicarse;
si bien sus argumentos filosóficos son varios y profundos, éstos no impiden
quedarse ahí, abrevando de la calidez de su lenguaje y adentrarnos por este problema
tan viejo como la humanidad misma, pue el mal tiene que ver con todo aquello
que nos va restando eso mismo. El mal destruye el nosotros.
He olvidado cómo llegué a este libro, pero desde que supe de
su existencia, me hice de él y hoy me siento partícipe de la preocupación de la
autora por escribir y difundir esta reflexión sobre eso que vivimos y normalizamos
en la vida cotidiana y que desconocemos hasta que un día, como olla de presión,
explota y da pie a heridas, daños, injusticias, odios, delirios de poder, insensibilidad que
puede llevar masacres, limpiezas étnicas, xenofobias, etc., y sólo, ante esos desastres emerge la pregunta
¿por qué pasó esto?
La autora, después de reflexionar varias posturas
filosóficas sobre el mal, acuña ideas que hacen pensar y preocuparnos, pues nos
alerta sobre la necesidad de aprender a mirar la forma en que nos relacionamos
con las personas que nos dieron la vida, con las que crecimos, con quienes
hemos hecho amistad, con quienes tenemos tratos cercanos y no tanto, con
quienes tenemos una mala relación, a quienes despreciamos y odiamos, pues ahí, coexisten
lo que denomina “mal ordinario”, eso que tiene que ver con los modos de relacionarnos
con los demás, y que ellos, tienen hacia nosotros que nos afectan, padecemos, y
de a poco, son la simiente de formas de
relación imposibles que rompen nuestros lazos y nos orillan a actos conscientes
e inconsciente de maldad. El mal está entre nosotros y necesitamos reflexionarlos para aprender a cuidar nuestro trato mutuo, y así, ser mejores personas.
Ana Carrasco-Conde no habla víctimas y victimarios, de
culpables e inocentes, sino de dolor, sufrimiento por el daño causado por actos
humanos de exterminio, sometimiento, injusticias, aniquilación, atropellos que
se documentan por todas partes, hoy tan difundido por las redes sociales y a
los que cada día nos vamos acostumbrando más y más. A ella, no le interesa encontrar culpables,
sino responder esa pregunta que nos asalta cuando estamos en medio de sucesos
donde unos lastimamos a otros de modos para los que a veces no hay palabras: ¿Cómo
se llegó a tal crueldad?
Para moverse por esta pregunta, va analizando diferentes
conceptos sobre el mal aportados por la filosofía desde el mundo griego hasta
el siglo XX, y termina diciendo, que si bien los conceptos dicen algo sobre el
mal, siempre se quedan cortos frente al horror que seres humanos somos capaces
de causar a otros; dice que los conceptos se quedan dentro del mismo cuerpo
teórico que los gesta, y por tanto, son como una caja, ahí dentro, explican
todo su interior, pero no lo que está fuera, y eso que no se puede explicar, se ve como una
anomalía (si seguimos a Kuhn), queda “fuera de la caja”, se excluye. Ahora bien, si partimos de que la realidad es
magmática, caótica, múltiple, ninguna “caja teórica” puede contenerla, por
tanto, al mal hay que leerlo, comprenderlo con esos conceptos que tenemos hasta
hoy, asomándose hacia fuera de la caja, y así comprender con esas versiones, la
crudeza del mal del que somos capaces los humanos de infringir, pues como dice
ella, aún no hemos visto a un animal construir “máquinas para matar” a sus
presas. Parece que el mal, es cosa de humanos.
Con esta cautela teórica, revisa ideas de Platón,
Aristóteles, Kant, Schelling, Bataille, Spinoza, Heidegger, Hannah Arendt y
muchos otros más. Con tales versiones
sobre el mal, va analizando casos reales, como la masacre de Ruanda entre los
Tutsi y los Hutus, escenas del exterminio judío por los nazis, las guerras de
Camboya, asesinatos de mujeres, de niños, etc., y nos dice que esos conceptos
parecen exculpar al sistema que los explica, dejando la carga de culpa al ser
humano, a quien, desde diversas explicaciones se le postula como un ser frágil
, impuro, inconforme, egoísta, atrapado en sus pasiones, en sus pulsiones y
delirios, y ahí, en tal forma de ser, decide hacer el mal de maneras infinitas. Nos dice, que hemos llegado un pesimismo
antropológico, que nos pensamos como seres malvados por naturaleza y por tanto,
necesitamos una cura tal vez, o expiar nuestras acciones si creemos en un Ser
Superior que nos ayude a cambiar.
Ana Carrasco, se ayuda con esas ideas largamente
investigadas, y filosofa con ellas para “mirar fuera de la caja”. Por ejemplo, aludiendo a Hannah Arendt, la
filósofa de la natalidad, nos hace ver algo importante, dice que nacemos ya
entrados en vida, es decir, al nacer ya somos parte de una comunidad que nos
acoge o nos desprecia, y en ese espacio crecemos siendo amados o rechazados, fortalecidos
o aniquilados. Nacemos y crecemos en
medio de otras personas, quienes nos aportan su cultura, su lenguaje, su cosmovisión,
sus pasiones y hasta desencantos, y con todos ellos se da lo que denomina “intra-intersubjetividad”,
esto es, ellos, ellas, elles, y todo ser viviente, se vuelven parte de nosotros
y nosotros parte de ellos, quedamos interconectados por los modos de relación
que se privilegien.
Eso del individualismo que hoy tanto se fomenta e induce a
creer que cada uno puede hacer con su vida lo que le apetece, se irrumpe, pues al
pensar que vivimos entre otros, que nos constituimos mutuamente en la convivencia
y podemos creer en el verso de Octavio Paz, “los otros que nosotros somos”, para reconocer límites por la misma convivencia, tan importante para Hannah Arendt que la lleva a
plantear que nacemos con una vida comenzada porque la vida de los otros entra
en nosotros y nosotros, entramos en sus vidas, quedando interconectados,
íntimamente relacionados en grados diversos. Ahora bien, si en esta vida juntos
inevitable, crecemos y nos educamos cuidando con empeño, esfuerzo y calidez nuestros
tratos mutuos, evitaremos infringirnos daño y por consecuencia, viviremos en el
permanente esfuerzo de ser mejores personas.
Lo anterior, se lee bonito, lo sé, pero definitivamente no
es fácil. Ella dice: “Nacemos orientados hacia una forma de estar, de vernos y
de ver el mundo. Nacer no es comenzar a vivir: nacer es vivir relacionadamente.
Lo que llamamos bien y mal brotan de esa relación. La teoría del apego sostiene
que, precisamente en este ya estar comenzados, se instituye un modo de
interacción que tiene lugar en un contexto social y que acaba convirtiéndose en
una estructura interna de funcionamiento y visión del mundo en base a un
sistema representacional.” Tales ideas me hacen pensar en la real-realidad, en el
mundo, en nuestros contextos, en este aquí-ahora que nos ha tocado vivir, en la
intemperie como dice Melich.
En la real-realidad hay que vivir, y muchas veces se sobrevive, y en
tal estado, nuestra humanidad va quedando en pocos trapos, las necesidades básicas
nos atosigan para vivir a tropel sin tiempo de reflexionar nuestra relación con
los demás y entonces, nos olvidamos de esos buenos tratos mutuos para cuidar el
buen desenlace de nuestra intra-intersubjetividad y en ese momento, empiezan a
suceder cosas que se mueven y retuercen en nuestra subjetividad, y pueden llevarnos a infinitos sufrimientos.
El mundo que nos rodea, nuestros contextos, favorecen o no
esa “buena-convivencia”, y se gestan ahí, modos de relacionarnos que se van poniendo
en actos cotidianos, y sin percatarnos, terminamos acostumbrados a un mal-trato
colectivo normalizado, bien visto, y decimos, “no es para tanto”. Así, “el mal” va tomando presencia, pero no lo
vemos, cobra forma y expresión en resentimientos, odios, perversiones, que se
mueven y retuercen dentro de nosotros y pueden generar al tiempo, daños, dolor,
tristezas, que estrujan la vida de todos los implicados. El mal se va incubando en y con nosotros, se
va normalizando; no lo vemos; va con nosotros de manera siniestra, y por tanto,
estamos en peligro. De ahí la urgencia de mirar y aprender a “decir el mal”, de
reeducarnos para evitarlo. Nuestra
autora le apuesta a nuestra humanidad, los seres humanos tenemos esperanza.
Por tanto, se nos invita a reflexionar nuestras formas de
convivencia, ahí donde el mal nos es consustancial, ahí donde arraiga mediante
patrones que necesitamos reconocer para modificarlos y para ello, vuelve a interpelar
a Hannah Arendt rescatando su concepto de “solitud”, con el que explica nuestra
cualidad de hablar con nosotros mismos, de detenernos a revisar, a reflexionar
qué estamos haciendo, sus implicaciones, captar los efectos consecuencias de
nuestros actos. Arendt dice que la solicitud,
nos hace personas, nos ayuda a responsabilizarnos, a sensibilizarnos para decidir
cómo actuar.
Si “platicamos con nosotros mismos” (solitud), podemos reconocer
nuestros modos de relacionarnos y mantener esta preocupación de no infringir un
daño a los otros con nuestro hacer, nos cuidaremos de no practicar el mal
normalizado, de atender a tiempo nuestras formas de convivencia y alejarnos de
los horrores que somos capaces de causarnos. Si cambia nuestro modo de sentir y pensar a
los otros, el mal desaparece.
“(1) …la deshumanización de la víctima, por la cual ésta se
entiende como una cosa o un animal no humano;
(2) …la víctima como un ser humano y pervive un sentimiento
de culpa, remordimiento o conciencia del daño, pero se trata de obtener un
beneficio o evadir el mal en propia carne. La víctima sería un efecto colateral
para sobrevivir, ascender posiciones o alcanzar una ganancia a costa de los
demás;
(3) …se hace el mal o se permite para obtener un beneficio
y, aunque se sabe que quien padece el daño es un ser humano, no hay sentimiento
de culpa. No hay un empleo del poder sobre otro como fin en sí mismo;
(4) …el mal narcisista, el perpetrador hace el mal con el
propósito de ser el centro de atención o por considerarse, egocéntricamente, el
centro de la vida de los demás, de modo que los utiliza como medios y, como
efecto colateral, les causa un daño del que no es consciente o no le importa.
Los demás son actores de reparto de la propia vida. El perpetrador experimenta dolor
o placer hacia sí mismo y las reacciones que genera, pero carece de empatía con
respecto a los demás;
(5) … el otro sería reconocido como enemigo al que se odia y
se quiere erradicar;
(6) la sexta figura, relacionada con un reconocimiento
diabólico, introduce el elemento del goce. Quien hace el mal puede seguir una
orden, una ley u ostentar una posición de poder y utilizarlas como excusa,
porque generar daño o perjuicio provoca un disfrute por parte del perpetrador,
que sabe y siente que la víctima sufre, y este sufrimiento es el motivo por el
cual experimenta placer. Cuanto más someta a su víctima, cuanto más consciente
sea de dónde y cómo hacer daño, más disfruta ejerciendo su poder.
(7) …la ebriedad del poder en sí mismo, el perpetrador está
desconectado de la víctima: lo que importa es el ejercicio de poder sobre el
otro y el refuerzo del orden del que forma parte el victimario. Disfruta del
«poder hacer», pero no tanto del dolor de la víctima en sí misma;
(8) en la octava figura, la del estoicismo sadiano,
desaparecen culpa o goce. El perpetrador hace el mal automáticamente, con
apatía: ni quisiera hay placer o goce porque no siente nada, ni hacia la
víctima ni hacia sí mismo. Lo que cuenta, como en el caso de los jemeres rojos,
es cumplir un plan o ejecutar un sistema independientemente del coste (ajeno y
propio). Es el mal más eficiente y más frío y el asociado a los grandes
totalitarismos;
(9) …el mal se hace y el daño se contempla o se permite con
indiferencia. Se reproduce, incluso con automatismo. Puede que ni siquiera se
obtenga beneficio alguno. Todas estas formas de reconocimiento pueden
combinarse y darse simultáneamente en los acontecimientos históricos o en los
actos dañinos de la vida cotidiana.” (p. 247).
Cada una estas figuras las analiza a partir de los conceptos
que recupera en su investigación a lo largo del libro. Desde el comienzo, hasta el final, su
intención es decirnos que el mal no es algo ajeno a nosotros, sino que nos es
consustancial, que los seres humanos somos capaces de hacer las más indecibles,
vergonzosas, indescriptibles canalladas, y que, en ellas, todos estamos
implicados.
Pero también defiende nuestra humanidad, sostiene que
podemos ser capaces de hacerlas por ignorancia, por la herencia de una mala
educación que valore a los demás, por miles de razones, pero, como humanos,
también somos capaces de evitarlas haciéndonos cargo de nuestra forma de convivir,
asumiéndonos como personas al detenernos para pensar, analizar, sopesar nuestros
pensamientos, emociones y acciones al tratar con el respeto que siento
merezco, a los demás.
Y termino preguntándome ¿Para qué educamos? ¿tener una
formación culta evita el mal cotidiano? ¿la educación sensibiliza? Con este
libro me ha quedado claro que podemos tener una educación muy culta pero
insensible (los asesinos de judíos escuchaban música clásica, leían a Kant), y
que necesitamos una educación donde todo lo que se aprende, se conecte a
nuestro modo de coexistir y privilegiar que nuestro conocimiento nos permita cuidar
mejor nuestro trato hacia a los demás, si lo hacemos, la educación habrá ganado
algunas batallas en la erradicación del mal.
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