La templanza y el silencio discriminante. Emma León Vega
En: Virtudes y sentimientos sociales para enfrentar el desconsuelo. Emma León Vega (Coord) Sequitur-UNAM, 2012. www.crim.unam.mx › Muestra Virtudes y sentimientos
En este escrito, se habla de la desgracia,
del desconsuelo, del dolor humano que nos invade cuando algo se nos arrebata,
cuando sentimos la crueldad de la adversidad
sin que esté en nuestras manos controlarla y ahí, se entiende que dolor, el
sufrimiento, parece ser una condición sine qua non de los humanos por vivir en un mundo inhóspito
que produce sufrimiento, que no es por tanto, constitutivo, nos agota, nos
devasta y extravía a lo largo de nuestra vida.
Las desgracias no nos faltan, nos
asaltan, y sentimos una desesperante angustia que nos atraviesa, y nos hunde en
la más profunda desesperanza, al grado de volvernos a ajenos, extraños hasta
para nosotros mismos. En esos momentos,
se siente el peso brutal de la existencia, clamamos y queremos huir de ella,
pues todo en lo que creemos se disuelve, el dolor es tal, que nos apesadumbra, y sentimos soledad,
abandono. En situaciones así, se busca
su cese, que pare, se detenta ese desconsuelo, donde lo que sí se sabe es no se
puede más vivir en esa experiencia que
lastima en lo más profundo del ser y cuando se toca este punto, se sabe que es
el punto del retorno, que urge salir de esa experiencia.
Para hacerlo, dice Emma León que
no contamos con remedios simples, fáciles que puedan ayudarnos a salir de ese
desconsuelo tan imposible de seguir habitando. Pero nos habla del poder del llanto
en estas situaciones, que llorar es una expresión sentida y genuina del dolor
humano que permite el desahogo, ayuda a exteriorizar el drama; cuando se llora,
los otros, experimentan una movilización de sus propios sentires, y por un
momento, se disuelven los límites endurecidos entre las personas, y el llanto
del doliente, les hace partícipes de su dolor al evocar su dolor propio, entonces lloramos juntos,
creando un momento de encuentro (recordé el libro de Bucay, “El camino de las
lágrimas” ahora tiene más sentido).
De este modo, el llanto, tiene el poder de licuar las emociones,
(sin negar la posibilidad de manipulación y del chantaje de lo que hay que
estar atentos), pero nos avisa que ese llanto surge desbordado, desordenado,
por lo que es necesario trabajar ese lado unificante que se siente cuando
lloramos juntos. Atestiguar el llanto, exige
un auto-dominio de la persona en aras del bien común, dominio que se logra mediante
el control de las emociones e impulsos que el llanto del otro despierta en uno
mismo y para lograr tal estado, nos
habla de la importancia de rescatar una virtud humana presente en todos: la
templanza.
A esta virtud, debemos
nada menos que la capacidad de atemperar los actos y expresiones que se advienen
ante los pesares, atemperarse, impiden dejarse arrastrar desenfrenadamente por
el sufrimiento. Como puede verse, esta virtud humana, si bien es una luz
que lo sombrío de estos tiempos,
cuyas fuerzas depredadoras arrasan la vida social dejando tanto dolor, encarnarla,
darle vida, no es fácil, nos reclama el ejercicio de una responsabilidad
que funja una como chispa que propicie hacer “algos” ante el sufrimiento de los otros y el propio.
Esta responsabilidad deviene de una
ética que vuelca en acciones sinceras, necesarias, sin simulaciones ni falsas
empatía. El dolor del otro tiene la
cualidad de invocar en nosotros generosidad, amor, bondad, compasión, misericordia,
piedad, es decir, se siente una inclinación nata de hacer el bien, solo porque “se
sabe” que urge hacerlo, sin esperar nada a cambio. Esto se fundamenta en la
ética levinesiana, quien plantea la presencia de un imperativo de
responsabilidad esencial respecto de
otro ser humano, quien inspira y demanda
no ser abandonado en su soledad, a no quedar indiferente, pues su presencia es
“aquí estoy”, y su asunto, nos importa por lo que nos vemos instados a
reconocer a los más desafortunados, restaurando desde nuestra posibilidad lo
perdido, ayudando a recuperar la firmeza y el aplomo que falta.
Restituir lo perdido, enfrentar el
desconsuelo y las circunstancias que lo provocan sólo puede hacerse si se pone
en movimiento el contacto humano en medio de la adversidad, desafiando la soledad
que se gesta a pesar de las grandes interconexiones que más que apoyar, generar
ruido, distorsiones de sentido, distracción provenientes de otros hombres y
mujeres que viven situaciones tal vez tan desgarradoras o más que las propias,
que al encontrarse aumenta la angustia y lleva a un deshacimiento de uno mismo,
que separa más y más, aísla, provocando miedo, terror generalizado.
En tal situación actuar con templanza
produce salidas al sufrimiento, propio y ajeno que hereda todo desastre; la
templanza, este “saber atemperarse”, autorregularse en medio del dolor que en
ese momento domina la mente provoca un bienestar propio y minimiza la fricción provocada
por tal crueldad. Un estado de dolor
extremo, produce relaciones que infectan a los otros y en nada ayuda a la
socialidad, en esos momentos se necesita aprender a tornar ese sufrimiento en
una experiencia útil y en vez de aislar, separar, pueda reconectar a las
personas, y en esta transformación radica el reto.
Alcanzar tal autorregulación de
sí mismo en medio de la desgracia más devastadora, aprender a contener el dolor
de manera constructiva nos va a exigir cambiar nuestra idea de comunicación,
que por lo general, entendemos como trasmitir un mensaje a otro, y en este caso,
trataremos de construir un silencio discriminante.
Atemperarse, exige hacer pausa,
auto silenciarse en medio del “ruido de uno mismo”, de comunicarse hacia uno
mismo, eso que se está sintiendo. Emma León le llama “comunicación apofática”,
que no se orienta hacia afuera, sino hacia uno mismo para escuchar las voces
internas reconociendo las propias emociones, sentimientos, calmándolos. Este acto frente al otro doliente, permite
situarse menos exaltado ante las voces externas, ante el rostro del otro, ante
sus lágrimas y necesidades. Este
comunicación apofática ayuda a “negarse expresar la interno”, a silenciarse
para discriminar los ruidos del afuera, para escuchar quitando lo que estorba, para
comprender mejor lo sucedido. Este
silencio de uno mismo, es un distanciamiento del afuera que aquieta y ubica frente a la tragedia del otro, y se da
prioridad al dolor del otro, desde el dolor propio, que auto postergado,
comprendido, más consciente, se torna entonces un dolor útil.
Encarnar, vivir en esta capacidad
de templanza de nuestro propio dolor frente al dolor de los otros, permite no
responder con emociones desbordadas, para dar lugar a la escucha, y ayudar al
otro que reorganice el desbordamiento de sus emociones, que perciba las resonancias
de su desconsuelo y pueda hacer algo constructivo ante él. Esta capacidad de atemperarse, de silenciar
el dolor propio escuchándolo, pensándolo, permite a su vez, escuchar, hablar,
sentir percibiendo en tiempo real, las llamadas de auxilio, el llanto del
afligido, se pueden entonces cuando menos llorar con él, emergiendo de
nosotros, aquellas palabras que construyen vínculo, comunidad.
Ser templado, volverse sobre sí,
callar lo que se siente discriminando las voces del afuera cuando todo se nos descontrola,
será una forma de situarse frente a otros, quienes como nosotros sufren, pero atrapadas
en el pesimismo, despojadas de su aliento, exaltadas emocionalmente, se ven
lanzadas hacia emociones negativas que rompen romper lazos de socilialidad, a
destruir cuando la urgencia es aprender a volverse sobre el sufrimiento de uno
mismo, y ser capaz de sentirse en el sufrimiento en el otro como responsabilidad
intransferible solo porque somos humanos.
Indiscutiblemente, estamos frente
a un tipo de ética con validez universal, la cual no tiene reglas codificadas
explícitas, sólo se viven sin seguir un decálogo dado. Por el contrario, es una ética que resulta de
la decisión de cada persona, quien comprende y asume lo que “sabe” le
concierne.
Y en esto último me detengo, me
queda claro esto de atemperarse, de volverse hacia uno mismo y autorregularse y
en este autocontrol, volverse parte de los otros con responsabilidad; y puedo
ver este modo de ser, no puede ser impuesto, ni objeto de sanción frente a
situaciones de desconsuelo social, que solamente puede ser vida en el terreno
mismo del amor al prójimo, cuando somos auténticamente sensibles a las
desdichas de los demás, a quienes nos acercamos sin avasallarlos con el dolor propio, un dolor que igual nos amenaza con
desquiciarnos, pero atemperados, practicando ese silencio discriminante del
afuera, somos capaces de ofrecer en esos momentos lo más valioso, compañía, hospitalidad,
una mano fraterna… pero me pregunto con un dejo de incredulidad y angustia ¿realmente sentimos este llamado
tan íntimo y a la vez tan social de dar consuelo al más desvalido que nosotros?,
más desvalido porque ha perdido el control y es arrastrado por los pesares que
lo invaden.
El mundo al que arribamos es
inhóspito, duele la primera bocana de aire, nacemos llorando. Desgracias de
todo tipo nos acechan sin poder controlarlas, son sistémicas, propias de cada
época de cada ethos social. En tales
atmósferas se sobrevive, se aprende a sobrellevar los pesares a veces sobresale
esta capacidad amorosa entre los humanos para prodigar apoyo, pero ¿Cuándo esta
capacidad es ocultada por el aumento fatal de la indiferencia qué sucede? Esta virtud llamada templanza es esperanzadora,
necesitamos conocer más de ella y desde el ethos
familiar practicarla, volverla una práctica social, de otro modo, puede
ocultarse en el fondo de nuestro ser, necesitándola tanto.
Practicar la templanza en tiempos
de desconsuelo definitivamente no es un mero deseo, exige tener la convicción de
aprender a tornar el sufrimiento personal en una experiencia útil, y como
afirma Emma León, tiene que ver con librar una gran batalla en el interior de
uno mismo, de “trabajarnos” hacia adentro, buscando y encontrando lo mejor de nosotros y
así relacionarnos con los otros y el
mundo para crecer y orientarse mejor. Somos
portadores de un cúmulo de potencias por descubrir, escuchar, y trabajar
pacientemente, para como afirma Emma León, volcar “…sobre todos aquellos que
están, siguen y seguirán, como nosotros,
buscando caminos para hacerle frente al desconsuelo.”
Releí este texto (lo revisé hace años), invitada por esa idea tan conocida de la empatía "ponerse en los zapatos de otro" y después de revisarlo, sigo pensando que es fácil pronunciarla, gritarla, regodearse en ella, termino pensando que se torna un placebo para nuestros malquerimientos inconscientes. Leyendo, pensando estas ideas sé que sólo me acerco a mayores problemas de nuestra condición humana, pues ser empático, amerita practicar la templanza, idea que tiene mucho acercamiento a la resiliencia, "aprender de los problemas", sólo que aquí aporta más elementos para comprender por qué no se práctica como deseo, sino que emerge de la autoconstrucción de una ética que emerge al buscar dentro de uno, nuestras mejores potencias (Zemelman igual tiene mucho que aportar), en fin, estoy metida en un laberinto de ideas, de cual espero salir algún día, por el momento a terminar, "El monstruo en el otro", donde por lo que he leído, lo malo que veo en el otro, son resortes oscuros de uno mismo, que el otro con su presencia activa... interesante, ya les contaré.
¡Nadie!... no me desanimo, sigo leyendo y compartiendo mis aprendizajes, la batalla está en uno mismo, y yo no pienso en la derrota.
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